viernes, 6 de abril de 2018

RELATOS

MÍO O TUYO


En la breve, pero siempre bien recordada inocencia de mi niñez, creía poseer una clara noción de lo que me pertenecía, es decir que creía tener un firme concepto de posesión que el tiempo y con él, su aliada inefable, la perdida de la inocencia me desdibujaron totalmente. Era la época en que me conformaba con tener unos padres, una casa propia dentro de un país donde creía podía vivir en paz. Además sabía que podía contar con mi escuela, en cuyo interior me esperaba contenta mi maestra y mis compañeros, que eran idénticos a mí, quizás menos observadores pero iguales que yo, al fin de al cabo. También eran míos, mis amigos de la cuadra y el parque cercano a mi casa, mi hermano, mis peces, todo me pertenecía. Mi cofre de posesiones estaba colmado de alhajas eternas, gracias a contar con un Dios que vaya casualidad, me cuidaba, pues era también mío.

Con el correr del primer ciclo lectivo, el primer inferior que le llamaban en esa época, una vez despojado de mi pintorcito celeste y mi corbatita, me percaté que si bien era un niño quizás más observador que el resto, tenía que esforzarme demasiado por ver las letras en el pizarrón del aula, ya que mi asiento estaba ubicado en la segunda hilera, en verdad, no se porque mi maestra me regalo un banco a tanta distancia de la pizarra, el solo pensarlo, me hacia regresar a mi hogar con fuertes dolores de cabeza.

Fue de esta manera que mi padre me llevo al oftalmólogo donde me informaron que poseía al menos dos cosas que eran  de otra persona y que por tal motivo, yo no las quería tener, más allá de las molestias que me ocasionaran.

La doctora examinándome minuciosamente le explicaba a mi padre que yo tenia su opía y que por tener eso, que era indudablemente de ella, seguramente también tendría su algía. Salí realmente molesto del consultorio, por más que la doctora muy simpática me regalara su caramelo y me entregara su opia y su algia en préstamo. Si era necesario que poseyera algo de eso, era mejor que fuese mi opia y mi algia para no tener que deberle nada a nadie, pensaba yo, con total enfado.

Llegando a casa, enfrente enfáticamente a mi padre regañándolo por no haberle devuelto inmediatamente esos objetos de su pertenencia, ingresando a mi cuarto  y encerrándome en el abrumado, hasta que mi hermano mayor, golpeándome la puerta me llamo a la realidad instantáneamente, dotándome de un escueto pero efectivo balance, en cuanto al debe y el haber que me había tocado en suerte en esta vida. Me acuerdo, sus palabras que me hicieron alegrar enormemente por saber que nada le debía a nadie “Boludito, la médica quiso decir que no ves un carajo y que por eso te duele el bocho. Mañana hablaremos con la maestra para que te ubique en el primer banco y comenzaras a usar unos preciosos anteojos, que serán tuyos de por vida”.

Con el correr del tiempo termine comprendiendo que lo que consideraba muy mío, me fue paulatinamente despojado formando parte de los recuerdos, junto a mi pintorcito celeste y mi pequeña corbatita, para finalmente quedarme con las cosas que en un primer momento juzgue pertenecientes a otro.

En el día de hoy, mi médico me diagnosticó una tú berculosis aguda, que ya no me plantea la disyuntiva si es de mi pertenencia o no, pues sabía que me pertenecía totalmente ya que en breve me llevaría con ella hacia un Dios que ya no se si es el mío, ni si le pertenezco.



                     MÍ JARDÍN DE PRIMAVERA




Llega la primavera, la estación esperada. Los tamariscos me la anuncian anticipada, con millares de inflorescencias reunidas en una explosión de amarillo esponjoso que le alegra la vista a las aves, que presurosas lucen sus plumas nuevas, brillantes, las veo volando cargadas de vida yendo a engalanar sus nidos con pajillas frescas, de suave fragancia. Mientras ensayan la canción que en sus genes portan, ellas saben que tienen que trinar como nunca en estos días para atraer al nido su nueva pareja y lo hacen con renovadas esperanzas.

 Yo las escucho, las veo, las siento y permanezco indiferente mientras el cambiante paisaje me envuelve. De pronto estallan los ciruelos de un rosa compacto que prometen los frutos más dulces, en tanto los almendros hacen de las suyas estallando en cremas y los cerezos en macizos blancos, pompones de nieve, promesas de bolitas bermejas de dulzores varios.

La primavera avanza en mi jardín, la vida irrumpe nuevamente con un frenesí que a todos contagia, las aves ya empollan ilusiones, los arboles prometen almibares en sus coloridas ramas. Todo se renueva.

Pero falta algo cometí, un descuido. Llenaré de azúcar el pica florero, para que esos ojitos que me observan inquietos desde la protección del interior de la hiedra pronto se abalancen y zumben de alegría libando su néctar. Eso es sencillo, mañana al color lo podre observar arremolinarse en calidoscópicos vuelos alrededor del néctar.

 Yo veo la primavera en su esplendor en mi jardín y trato de percatarme que otra imprevisión he cometido, de algo me olvidado seguramente para que el hermoso espectáculo no me contagie, para que la naturaleza rebosante de color y vida haga brotar en mi, algo más que lagrimas.



                     
                          MÍ JARDÍN DE INVIERNO


Otra vez está haciendo frio, pero ese frio que no se calma arropándose, ni incrementando la calefacción, ese frio que ya conozco escarcha interior que me pone la piel de gallina, me congela y me asfixia al mismo tiempo.
Si hasta puedo sentir esos cristales de hielo dentro destrozando cada una de mis esperanzas, me alimento atesorando enormes rosas de hielo que se abren en mis recuerdos, clavando en mi alma las espinas de sus vigorosos tallos, dotando de dolor a un jardín helado y yermo, mi jardín interior, donde la vida se detiene a la espera de la muerte que se tarda. El frio de la angustia más intensa azota nuevamente mis entrañas. Mi exterior hermético no debe permitir traslucir el escalofriante tesoro que en lo interno guardo, lo tengo bien sabido, bien ensayado, de nada sirve abrirme y congelar mi entorno.
Me aconsejarán, se preocuparán por mi, intentarán calentarme con mantas de ilusión, se muy bien que ocurre, cuando permito ver mi interior helado. Me recomendarán tratamientos, que intenten derretir mis inviernos, me volverán a recetar antidepresivos, que conviertan mis rosas en ficticia agua cristalina, que pretendan hacer brotar manantiales de  forzada alegría desde mi alma deseosa de espirar.
No comprenderán nunca que en mi jardín de invierno no crecen depresiones, crece la gélida alegría, la felicidad más pura, en el se esparce el perfume helado de pimpollos salpicados de congelado roció, de una noche interminable de lagrimas por mí hábilmente devoradas, que me colman de una esperanza que me inunda por dentro. Brindándome el regocijo sublime de saber que algún día contando mis flores perderé la vida.

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