En la breve, pero siempre bien recordada
inocencia de mi niñez, creía poseer una clara noción de lo que me
pertenecía, es decir que creía tener un firme concepto de posesión que
el tiempo y con él, su aliada inefable, la perdida de la inocencia me
desdibujaron totalmente. Era la época en que me conformaba con tener
unos padres, una casa propia dentro de un país donde creía podía vivir
en paz. Además sabía que podía contar con mi escuela, en cuyo interior
me esperaba contenta mi maestra y mis compañeros, que eran idénticos a
mí, quizás menos observadores pero iguales que yo, al fin de al cabo.
También eran míos, mis amigos de la cuadra y el parque cercano a mi
casa, mi hermano, mis peces, todo me pertenecía. Mi cofre de posesiones
estaba colmado de alhajas eternas, gracias a contar con un Dios que vaya
casualidad, me cuidaba, pues era también mío.
Con el correr del primer ciclo lectivo, el
primer inferior que le llamaban en esa época, una vez despojado de mi
pintorcito celeste y mi corbatita, me percaté que si bien era un niño
quizás más observador que el resto, tenía que esforzarme demasiado por
ver las letras en el pizarrón del aula, ya que mi asiento estaba ubicado
en la segunda hilera, en verdad, no se porque mi maestra me regalo un
banco a tanta distancia de la pizarra, el solo pensarlo, me hacia
regresar a mi hogar con fuertes dolores de cabeza.
Fue de esta manera que mi padre me llevo al
oftalmólogo donde me informaron que poseía al menos dos cosas que eran
de otra persona y que por tal motivo, yo no las quería tener, más allá
de las molestias que me ocasionaran.
La doctora examinándome minuciosamente le
explicaba a mi padre que yo tenia su opía y que por tener eso, que era
indudablemente de ella, seguramente también tendría su algía. Salí
realmente molesto del consultorio, por más que la doctora muy simpática
me regalara su caramelo y me entregara su opia y su algia en préstamo.
Si era necesario que poseyera algo de eso, era mejor que fuese mi opia y
mi algia para no tener que deberle nada a nadie, pensaba yo, con total
enfado.
Llegando a casa, enfrente enfáticamente a mi
padre regañándolo por no haberle devuelto inmediatamente esos objetos de
su pertenencia, ingresando a mi cuarto y encerrándome en el abrumado,
hasta que mi hermano mayor, golpeándome la puerta me llamo a la realidad
instantáneamente, dotándome de un escueto pero efectivo balance, en
cuanto al debe y el haber que me había tocado en suerte en esta vida. Me
acuerdo, sus palabras que me hicieron alegrar enormemente por saber que
nada le debía a nadie “Boludito, la médica quiso decir que no ves un
carajo y que por eso te duele el bocho. Mañana hablaremos con la maestra
para que te ubique en el primer banco y comenzaras a usar unos
preciosos anteojos, que serán tuyos de por vida”.
Con el correr del tiempo termine comprendiendo
que lo que consideraba muy mío, me fue paulatinamente despojado
formando parte de los recuerdos, junto a mi pintorcito celeste y mi
pequeña corbatita, para finalmente quedarme con las cosas que en un
primer momento juzgue pertenecientes a otro.
En el día de hoy, mi médico me diagnosticó una
tú berculosis aguda, que ya no me plantea la disyuntiva si es de mi
pertenencia o no, pues sabía que me pertenecía totalmente ya que en
breve me llevaría con ella hacia un Dios que ya no se si es el mío, ni
si le pertenezco.
MÍ JARDÍN DE PRIMAVERA
MÍ JARDÍN DE PRIMAVERA
Llega la primavera, la estación esperada. Los
tamariscos me la anuncian anticipada, con millares de inflorescencias
reunidas en una explosión de amarillo esponjoso que le alegra la vista a
las aves, que presurosas lucen sus plumas nuevas, brillantes, las veo
volando cargadas de vida yendo a engalanar sus nidos con pajillas
frescas, de suave fragancia. Mientras ensayan la canción que en sus
genes portan, ellas saben que tienen que trinar como nunca en estos días
para atraer al nido su nueva pareja y lo hacen con renovadas
esperanzas.
Yo las escucho, las veo, las siento y
permanezco indiferente mientras el cambiante paisaje me envuelve. De
pronto estallan los ciruelos de un rosa compacto que prometen los frutos
más dulces, en tanto los almendros hacen de las suyas estallando en
cremas y los cerezos en macizos blancos, pompones de nieve, promesas de
bolitas bermejas de dulzores varios.
La primavera avanza en mi jardín, la vida
irrumpe nuevamente con un frenesí que a todos contagia, las aves ya
empollan ilusiones, los arboles prometen almibares en sus coloridas
ramas. Todo se renueva.
Pero falta algo cometí, un descuido. Llenaré
de azúcar el pica florero, para que esos ojitos que me observan
inquietos desde la protección del interior de la hiedra pronto se
abalancen y zumben de alegría libando su néctar. Eso es sencillo, mañana
al color lo podre observar arremolinarse en calidoscópicos vuelos
alrededor del néctar.
Yo veo la primavera en su esplendor en mi
jardín y trato de percatarme que otra imprevisión he cometido, de algo
me olvidado seguramente para que el hermoso espectáculo no me contagie,
para que la naturaleza rebosante de color y vida haga brotar en mi, algo
más que lagrimas.
MÍ JARDÍN DE INVIERNO
MÍ JARDÍN DE INVIERNO
Otra vez está haciendo frio, pero ese frio que
no se calma arropándose, ni incrementando la calefacción, ese frio que
ya conozco escarcha interior que me pone la piel de gallina, me congela y
me asfixia al mismo tiempo.
Si hasta puedo sentir esos cristales de hielo
dentro destrozando cada una de mis esperanzas, me alimento atesorando
enormes rosas de hielo que se abren en mis recuerdos, clavando en mi
alma las espinas de sus vigorosos tallos, dotando de dolor a un jardín
helado y yermo, mi jardín interior, donde la vida se detiene a la espera
de la muerte que se tarda. El frio de la angustia más intensa azota
nuevamente mis entrañas. Mi exterior hermético no debe permitir
traslucir el escalofriante tesoro que en lo interno guardo, lo tengo
bien sabido, bien ensayado, de nada sirve abrirme y congelar mi entorno.
Me aconsejarán, se preocuparán por mi,
intentarán calentarme con mantas de ilusión, se muy bien que ocurre,
cuando permito ver mi interior helado. Me recomendarán tratamientos, que
intenten derretir mis inviernos, me volverán a recetar antidepresivos,
que conviertan mis rosas en ficticia agua cristalina, que pretendan
hacer brotar manantiales de forzada alegría desde mi alma deseosa de
espirar.
No comprenderán nunca que en mi jardín de
invierno no crecen depresiones, crece la gélida alegría, la felicidad
más pura, en el se esparce el perfume helado de pimpollos salpicados de
congelado roció, de una noche interminable de lagrimas por mí hábilmente
devoradas, que me colman de una esperanza que me inunda por dentro.
Brindándome el regocijo sublime de saber que algún día contando mis
flores perderé la vida.
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